jueves, 9 de mayo de 2013

Una mentira de tres décadas

No era mí mejor época, tal vez fuera la peor. La crisis del 2001 había pegado duro y se sentían sus coletazos. Mi esposa me bancaba, pero ya había empezado a cansarse del asunto. La nena tenía dos años recién.
Cuando las cosas se pusieron más difíciles y yo me quedé sin laburo y sin ganas, fue mi mujer quién me recomendó que empezara a hacer terapia. Lo sugirió como una manera de salvarme y salvarnos, y bajo la promesa de seguir mis pasos en cuanto los primeros resultados se vieran.
Pero se sabe que el proceso es paulatino. Ella cumplió su palabra y a los seis meses empezaba la suya propia. Yo empezaba a enfrentarme a mis fantasmas más poderosos.
Y por supuesto, como era de esperar que sucediera tarde o temprano, un día llegué hasta mis padres.


Mi viejo era un tipo normal laburante, que me quiso y me cuidó. Mi vieja también laburaba. Entre ellos no se llevaban bien, apenas recuerdo una vez haberlos visto de reojo darse un pico cuando yo tendría cuatro años. Tenían terribles peleas de las que era testigo. Mi viejo no era habitualmente violento pero recuerdo que me ha dado un par de palizas de antología que coincidieron con los peores momentos con mi vieja. Ella era despreocupada, no le daba bola a nada ni a nadie, ni siquiera a mí. Cuando yo tenía 8 años nos mudamos a una casa en Parque Patricios que durante una década fue mi prisión. No tenía ni nunca tuvo agua caliente, caía revoque desde el techo, las paredes estaban todas picadas y la puerta de calle estaba permanentemente sin llave, incluso cuando yo estaba solo, y ni hablar de la humedad y las goteras. Así vivimos diez años. Un día a finales de 1992 mi viejo se murió. En su velorio apareció una mujer desconocida vestida de negro que lloró sobre su ataúd y se fue sin decir palabra.
Sé que mis padres hicieron lo que pudieron, como cualquier ser humano. Les cuestiono lo malo pero les agradezco lo bueno, lo que hoy
me hizo ser lo que soy. Pero al llegar a mi primer año de terapia sentía la necesidad imperiosa de confrontar a mi madre para entender su lógica, para saber por qué…
Creo que mis palabras exactas fueron: “Si me iban a criar de la manera que me criaron, ¿para qué me tuvieron?”
Mi vieja bajó la mirada. las lágrimas que querían escaparse brillaban detras de sus lentes cuando la volvió a levantar.
“Nosotros no te tuvimos”, fue la respuesta. Entonces me habló sobre mi tío, mi padrino, su hermano por parte de madre y quien me malcrió durante toda mi infancia. Él tenia fama de playboy, y más de uno se rió de la paradoja de que muriera un 1º de mayo cuando jamás había trabajado. Era un buen tipo, pero tenía sus cosas, como todos. Una de ellas es que era bastante mujeriego, cosa que no suele ser bien vista en un hombre casado. Al menos por su esposa. Ella era chilena y bastante más grande que él. Él la quería, pero ella nunca se había adaptado del todo ni a la familia ni al país. Nunca entendí si ya no podía tener hijos o si nunca había podido. La cuestión es que él un día le confesó de una de sus aventuras con una compañera de trabajo de ella, y del accidente que le llevaba a confesar. Sabiendo que ya no podrían ser padres, le ofreció hacerse cargo juntos de ese accidente, pero ella en medio del dolor por la traición y porque su marido había obtenido lo que ella jamás podría, le dijo que no.

Entonces él se acordó de su hermana menor, compañera de juergas y borracheras, quien se había hecho tres abortos y ahora que el tiempo apremiaba comenzaba a resentirlo. Élla y su marido aceptaron pero pusieron sus condiciones. El niño sería de ellos. No querían ningún tipo de detalles sobre las circunstancias que lo habían llevado a aus brazos. Lo anotarían en el Registro Civil un 22 de marzo como si fuera propio y él jamás se enteraría de una palabra sobre la verdad.
Aparentemente nací un 10 de febrero. Casi treinta años después mi madre rompió su palabra. Nada sabía ella sobre la anónima amante de mi tío en cuyo vientre yo había estado. Me pidió disculpas y abandonamos el café donde yo la había citado por ser terreno neutral.
Mi terapeuta dice que nunca me vio tan abatido como esa semana. No me dolía tanto lo sucedido, como el hecho de que se haya pasado toda mi vida sosteniendo esa mentira, y que ahora los que podrían haberme traído algo de verdad ya habían muerto. Lloré, puteé, me encerré en mi cuarto, cagué a trompadas a mi colchón y odié a mis padres de crianza, a mi padre biológico y a esa Turca que me había parido y que por alguna desconocida razón no había querido saber nada más de mí.
El jueves consideré que era suficiente y decidí tomarme hasta el sábado para sufrir. Me senté delante de la computadora y empecé a transmutar mi dolor en letras. Sesenta páginas escribí de un cuento que trataba de explicarme por qué. El sábado por la noche me acosté con la sensación de que había cumplido.
El domingo salí a comprar el diario.
El lunes conseguí tres trabajos.

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