viernes, 9 de noviembre de 2012

Oíme

¿Se escuchó desde Olivos, Señora Presidenta?
Escuché y leí por ahí que la marcha del 8N la había convocado la ultraderecha, que la fecha se eligió por el cumpleaños de Astiz y la muerte de Massera, que la bancaba el grupo Clarín y no sé cuántas cosas más. Nada de eso fue lo que vi en la calle. A las ocho y media de la noche, cuando llegué a Acoyte y Rivadavia, solamente me encontré con algunos miles (sí, miles) de vecinos iguales a mí. Había parejas jóvenes, matrimonios adultos, abuelos con sus nietos, familias enteras. No vi nazis, ni activistas. No vi golpistas ni desestabilizadores. Todos eran gente común, movilizándose por aquello que consideraban justo. Desconozco las motivaciones particulares de cada uno, apenas puedo hablar de las mías. Personalmente quiero vivir en un país que se deje vivir. Donde uno pueda tener la libertad de trabajar sin ser explotado; donde el gobierno esté al servicio del pueblo, y no a la inversa; donde los que piensan distinto sean escuchados y no perseguidos; donde la Constitución se respete en vez de ser manipulada según la conveniencia; donde los legisladores legislen a conciencia y los jueces hagan respetar las leyes; un país, en definitiva, en el que los que recibieron el voto del pueblo tengan presente la voluntad de ese pueblo que los puso allí donde hoy están.
A mí honestamente no me importa si Astiz cumple años o si Cecilia Pando estaba entre la concurrencia. Yo fui para reclamar al gobierno porque no me gusta la manera en que hace las cosas. No me gusta que los funcionarios se enriquezcan obscenamente mientras cada vez hay más pobres. No me gusta que se falseen las estadísticas para que no se note que la economía se cae a pedazos. No me gusta que los jueces sean elegidos a dedos para tapar los delitos que los funcionarios no pueden esconder. No me gusta que se gasten fortunas en propaganda para sostener a fuerza de repetición las mentiras que nos cuentan día a día mientras la gente se muere en unos trenes obsoletos porque la empresa no invirtió en lo que tenía que invertir y el gobierno lejos de controlarla miró para otro lado. No me gusta que cada vez que alguien abre la boca para decir que todo esto no le gusta lo acusen de golpista y le tiren encima todo su descomunal aparato. Y no me gusta para nada que el discurso del gobierno genere la división social que hoy existe en Argentina, donde estás a favor o en contra y el otro es el enemigo.
Por eso marché hoy en paz con miles de desconocidos que también son mis vecinos. Para decir que estoy cansado, y que quiero y merezco que se me escuche. Lamentablemente sé que no me van a querer escuchar; pero ya no van a poder hacerse los boludos y decir que todo está bien y que acá no pasa nada. Porque fueron miles los que hoy marchaban conmigo, pero eran cientos de miles los que nos esperaban en el Obelisco. Y aunque seguramente no todos piensan exactamente como yo tampoco vi ninguna pancarta deseándole feliz cumpleaños a Astiz o pidiendo que expulsen a los extranjeros indocumentados. La mayoría de las pancartas reclamaban apenas algunos derechos básicos. Libertad. Seguridad. Salud. Educación. Cosas tan simples como esa.
Pero hay algo que tengo que agradecerle, Señora Presidenta. Y es que después de muchos años nuevamente tuve ganas de salir a la calle a hacer política. Porque la política no está en las banderas sino en la decisión personal de cada uno de hacer algo para que el mundo en el que vive sea un lugar mejor. Y hoy vi cientos de miles de personas con ganas de hacer política. Con ganas de hacer historia. Espero que esta vez lo haya escuchado, Señora Presidenta.


lunes, 3 de septiembre de 2012

Help


En el principio fue el abandono. Una mujer me parió e inmediatamente me dejó en otras manos. Con un comienzo así no se puede pretender una historia demasiado feliz. Caí en manos de una mujer histérica y de un hombre derrotado. Nunca entendí por qué mierda mis viejos seguían juntos. Ni siquiera era su verdadero hijo. Mi viejo estaba en casa apenas el tiempo suficiente para comer y dormir. Su laburo y su hogar paralelo lo tenían demasiado ocupado. A mi vieja lo que la ocupaba era el vino blanco barato. Sí, laburaba y en la oficina guardaba las formas, pero todo eso se iba a la mierda una vez que cruzaba la puerta de casa. Con mi viejo tenían discusiones terribles, a los gritos. Durante una época mi viejo llegó a levantarme la mano. Por suerte no fue mucho tiempo, pero me dio un par de palizas legendarias. Mi vieja revoleaba cosas. Recuerdo perfectamente un plato de fideos con tuco estrellado contra el postigo de la ventana. Nunca nadie lo limpió. A mi vieja no le gustaba limpiar ni hacer nada por la casa, y a mi viejo menos. La casa donde vivíamos no tenía agua caliente ni calefacción. En invierno era muy fría y en verano muy calurosa. La puerta de calle estaba siempre abierta. Algún tipo de fobia al encierro de mi vieja. Como los dos trabajaban yo desde muy chico me quedaba solo en casa. Un día apareció un borracho en el patio de casa. Simplemente había entrado. Yo tendría ocho o nueve años. Por suerte le dije que se fuera y se fue. Pero podría no haber tenido tanta suerte.
Mi vieja también tomaba Valium. En esas ocasiones era lo mismo que yo estuviera solo. Ella no reaccionaba con nada. La sacudía en su cama y sólo murmuraba incoherencias. Nunca sentí que me haya cuidado, ni siquiera que me haya respetado. A mi vieja le estaba creciendo un fibroma en la panza y un día superó su miedo a los delantales y se enfrentó al bisturí. Le extirparon el fibroma y buena parte del aparato reproductivo. Mi viejo se enteró después y le dio un pico de presión. Así me quedé yo, con quince años y mis dos viejos internados en el hospital Penna. Supongo que en lo que a mí respecta fue entonces cuando dejé de tener padres. Mi viejo nunca se recuperó del todo y nunca pudo volver a trabajar. Mi vieja siguió siendo la misma inútil de siempre. Yo tuve que empezar a laburar y estudiar de noche y todo lo que debería haber sido una adolescencia normal se convirtió en un ensayo del resto de mi vida. Trabajé de canillita, de cadete en dos revistas y de repartidor de café, todo eso antes de poder terminar la secundaria y de que me toque la colimba. De la colimba podría haber zafado, pero en retrospectiva creo que me resultaba más atractiva la idea de arrastrarme entre cardos en Campo de Mayo que seguir en mi casa con mi vieja. Mi viejo ya se había muerto hacía algunos meses. Para ese momento era un nene caprichoso que lo único que quería era comer las cosas que el médico le había prohibido. Era el momento de mi vida en que más hubiera necesitado una guía, y estaba solo.  A partir de ahí esa fue la constante de mi vida. Miento, ya era la constante desde hacía rato. En la colimba me quedé hasta que el Servicio Militar Obligatorio fue derogado y después un año más como voluntario. Odiaba el ejército, pero más odiaba la vida que tenía afuera. Cuando esta proporción se invirtió, me fui.
Después de eso fui cartero, cadete administrativo, cajero, cartero de vuelta un par de veces, vendedor, desempleado, técnico de pc, municipal, librero, telemarketer, y un montón de cosas más que me olvido. Pero nada de esto me llenaba. Yo quería estudiar periodismo, pero cuando tenés que mantener tu casa a los dieciséis años se complica incluso terminar la secundaria. La terminé a los veintiuno, estando todavía bajo bandera. Nunca tuve la posibilidad de empezar y terminar una carrera. Siempre tuve que romperme el culo laburando. En el ’98 hice el CBC para Historia. Me fue bastante bien, metí cinco de seis materias. Pero estaba cansado de estar solo, y ya había empezado mi vorágine autodestructiva. Supongo que entre dejar que los demás me caguen la vida y cagármela yo siempre es preferible hacer las cosas por uno mismo. Así que me casé, en un esfuerzo por alejarme de las drogas y de la noche. Anduve estable por algún tiempo, pero la feliz vida de un matrimonio tipo de clase media no es para mí. Ojo, lo sobrellevé durante bastante tiempo. Incluso tuve una hija y convertimos nuestro matrimonio en familia. Pero dentro de mí las cosas no estaban bien, y empecé a caer. Los episodios depresivos comenzaron por esta época. Cuando me quedaba sin laburo se ponían peor, pero cuando laburaba no se detenían. Simplemente nunca me gustó lo que hacía. Estuve varios meses tirado en la cama casi sin levantarme. En esa época vivíamos arriba de la casa de mi suegra, así que nos arreglábamos. Pero yo estaba cada vez peor. En algún momento me pude levantar y fui a trabajar con un plan social a la Municipalidad de Lomas y empecé a hacer terapia. Ya tenía casi treinta cuando me enteré de mi adopción irregular, y que la sangre de mis viejos no corría por mis venas. Supongo que fue un alivio en algún punto. Me sirvió para soltar amarras.
Pero yo no estaba bien en ningún laburo, y mi matrimonio me empezaba a cansar también. Me di cuenta de que la Familia Ingalls era insoportablemente aburrida. Así y todo conseguí un buen laburo y me compré un auto. Pero no me gustaba nada de lo que hacía y una vez más empecé a boicotearme. Dejé el laburo en Compumundo y me dediqué a vender jubilación privada. Hacía poco tiempo había nacido mi segundo hijo. No mucho después me fui de casa. Había amado a mi esposa, sí, pero eso ya se había terminado. En ese momento mi vida se fue a la mierda. Perdí mi laburo, anduve de acá para allá en un montón de relaciones engañosas, tormentosas u ocasionales, choqué el auto y me volví a perder en el centro de mi autoconmiseración.
Esta fue mi época más productiva en lo literario. Como no tenía otra cosa que hacer más que escribir y seducir mujeres, puse toda mi energía en estas dos tareas. Conseguí todo tipo de mujeres y escribí todo tipo de textos, mayormente cuentos. Publicaba en un blog, y para mi sorpresa descubrí que mucha gente me leía. Amigos de blog, se decían, algo así como lo son ahora los amigos de Facebook. Pero no nos mintamos, los amigos de Facebook o de blog lo son en tanto el compromiso de su amistad pase por poner un comentario en alguna publicación y no más que eso. Cuando se trata de veras de ayudar al amigo, todos eso que te leyeron y te elogiaron desaparecen y resulta que jamás te conocieron.
Conseguí entonces una boluda que me apañe, alguien con la suficiente falta de autoestima como para hacerse cargo de mí mientras yo me dedicaba a lamentarme. Y me sirvió, de a poco pude ponerme de pie y empezar de nuevo. Así que la boluda me empezó a molestar, pero no me la saqué de encima inmediatamente. Algo como remordimiento o culpa me hacía quedarme con ella. Me puse a laburar de operario en un depósito y las cosas estuvieron más o menos estables. Después me fui a un call center con la idea de tener tiempo para estudiar. No resultó. El call center se fue a la mierda y yo supongo que descubrí que la Historia no me gustaba tanto como imaginaba. Lo único que yo siempre quise era escribir, pero nunca nadie tuvo interés en poner un centavo por mis palabras. Ni siquiera todos aquellos que me elogiaban mis cuentos y me incitaban a publicar en papel. Como si convencer a un editor fuera tan fácil.
Y yo seguía con mi solitaria existencia. Todos los que habían estado alrededor mío se habían ido yendo de a poco. Sólo un par de amigos quedaron, y al final uno solo. El otro quería que yo me lo cogiera y me abandonó cuando yo finalmente encontré el amor. Porque esta historia no es toda tan triste, y sí, al final encontré alguien en el call center a quien pude mostrarle por completo como soy, con todas mis miserias, y ella me aceptó así y así comenzó a amarme, y nunca dejó de hacerlo. Pero yo estaba enfermo, y me costó demasiado aceptar que podía ser feliz. Cuando al fin lo hice dejé a la boluda y me fui con ella, mi amor, mi némesis, mi complemento. Empecé a manejar un taxi y alquilamos un departamento donde irnos a vivir juntos. Le presenté a mis hijos y no tardó en adoptarlos. Construimos juntos una relación tan fuerte que hasta entonces no la hubiera creído posible. Hoy somos el uno para el otro, mis nenes la reconocen y la quieren, y mi vínculo con ellos está en su mejor momento.
Estaría bueno terminar la historia acá. Vivieron felices, comieron perdices, etc. Pero en Buenos Aires no se consiguen perdices, y la felicidad total es un bien aún más escaso. El taxi es una prisión que te come casi toda tu vida. No tengo tiempo para estar con ella, y ella está sin trabajo y me necesita. Me necesita laburando y me necesita abrazándola, pero yo no puedo hacer las dos cosas. Y es entonces cuando la frustración le deja paso a ese monstruo inacabable que es la depresión. La depresión es como las brujas, o como la personalidad múltiple: o bien no creemos en ella, pero la hay, o bien creemos pero como algo literario, que no le puede pasar a un conocido. Bien, yo tengo un cuadro depresivo que en las últimas semanas pasó de serio a grave. Un círculo vicioso más que importante. Y siento que no tengo derecho a deprimirme. Todos los días tengo que pagar más de la mitad de lo que gano con el taxi al dueño del auto. El resto es para mí. Para cubrir el día tengo que trabajar lo mismo que cualquier oficinista. Recién lo que sería “horas extras” me da de comer. Entonces llego a mi casa y para lo único que tengo tiempo es para comer y dormir. Como mi viejo, pero sin hogar paralelo. Mi mujer me necesita y yo no puedo estar con ella. Entonces me deprimo y la abrazo fuerte a la mañana en la cama. Salgo tarde y solamente tengo tiempo para cubrir la plata del día. La plata no alcanza para vivir y yo me deprimo más. Y así, pero cada vez peor. Desde hace una semana pasó de serio a grave. En diez días tengo que conseguir la plata que tardo dos meses en hacer, y no sé de que disfrazarme. Y eso me desarma, y no puedo ni siquiera subirme al auto sin que me dé una crisis.
La verdad es que soy un excluido del sistema. Desde mi nacimiento irregular hasta mi presente incierto. Hice muchas cosas en mi vida, pero por sobre todo viví. Tengo experiencia de sobra, pero no de la que se obtiene en un aula. No tengo pergaminos que me amparen, y es por eso que ninguna empresa me quiere. Podría ser un muy buen administrativo como de hecho lo he sido, pero hoy te piden una licenciatura para cualquier boludez, y haber pasado los treinta y cinco es un pecado mortal. Ayer quise pasar un domingo en paz. Sólo eso. Esa jodita me cuesta hoy dos mil quinientos pesos que no sé de dónde sacar. Mataría por un trabajo tranquilo y rutinario de lunes a viernes, que me permitiera estar un par de horas por día disfrutando de mi hogar y darle mejor tiempo a mis hijos. Pero sólo consigo frustrarme y volverme más depresivo. Grito pidiendo ayuda y nadie hay para escucharme. No me voy a morir, pero tampoco sé cómo seguir adelante.
Solamente quiero vivir.